En las últimas semanas, el colectivo ex/centrO ha
retomado el trabajo colectivo.. Hemos empezado a reunirnos, desde Ohio y desde
Managua, semanalamente para leer y discutir
textos de interés para el grupo. El
motivo de fondo es la comprensión del fenómeno del “mal”. Esto nos ha llevado,
a través de los autores, al estudio del Estado como ente político del que emana
la legalidad. Con este interés en mente,
iniciamos con el texto de Hannah Arendt que aborda el juicio de Adolff Eichmann.
Lo que vemos en este texto es lo poco excepcional de la persona de Eichmann, ya
que operaba completamente de acuerdo con la política y las necesidades de su
Estado (para nosotros, criminal y perverso). La defensa de Eichmann– que Arendt
acepta, sin absolverle de su responsabilidad ética – es que estaba simplemente
cumpliendo órdenes. Esto es lo que Arendt llama la banalidad del mal.
Entendiendo eso y preguntando dónde se sitúa lo político en estos casos
llegamos a la clara conclusión que hay una brecha entre el Estado y la justicia.
Los Estados no son necesariamente justos. Lo político parece situarse en una
serie de alianzas completamente coyunturales y que están completamente
desvinculadas de la noción de justicia.
¿Si lo político está necesariamente desvinculado de la justicia, tiene lo
político ética alguna, entonces? Esta pregunta nos intrigaba y fue la que guió
nuestra siguiente lectura de Joan Ramón Resina sobre el negacionismo en la Corte
Constitucional Española. Para Resina, la justicia también se escapa el Estado y
se sitúa más bien en el campo de los derechos humanos internacionales. Dicho
campo pone límite a la soberanía del
Estado, ya que los derechos de las personas transcienden el Estado. La
insuficiencia del Estado con respecto a la justicia otra vez sugirió que había
una desconexión entre justicia y Estado - ¿entre lo político y la justicia,
entonces? Fue el texto de Carl Schmitt sobre el concepto de lo político el que
más nos ayudó pensar esta pregunta, aunque no nos gustó su respuesta. Lo
político, para Schmitt, se define como la distinción específica entre
amigo-enemigo y la posibilidad real de eliminar al enemigo. El enemigo es la
alteridad, el otro que debe ser destruido porque representa una amenaza
existencial a nuestro modo de vida. En este sentido, nos dice Schmitt, lo
político no representa un campo de la realidad, sino un grado de intensidad que
se nutre de las diferentes esferas de la realidad: lo económico, lo ético, lo religioso, lo
estético, etc. Cuando en cualquiera de estos campos se alcanza la suficiente
tensión como para declarar a un enemigo, ahí, según Schmitt, se encuentra lo
político. Schmitt nos sitúa en una encrucijada: partiendo de una realidad
óntica, es decir, existencial, no se puede negar que los grupos humanos se
siguen agrupando bajo la distinción de amigo-enemigo. Para el autor, lo mejor
que una sociedad puede hacer es tecnificar su estado o aliarse con estados
fuertes para defenderse en caso de intensidad extrema (guerra). Para él, la
guerra no contiene ética, pues se basa en la defensa de la soberanía.
De esta forma, nos guste o no, nos está diciendo que
en el concepto de lo político no cabe la noción de la justicia. Así, reta las
nociones liberales en que lo estatal es presentado como lo “negativo” (que hay
que minimizar reduciendo la maquinaria estatal) y lo económico como el
consenso. Para él, el liberalismo neutraliza su terminología con fines
políticos, sin embargo, no titubea al definir a sus amigos o enemigos.
Por un lado, estamos de acuerdo con él sobre este
concepto antagonístico de lo político. En el frío, es la distinción
amigo-enemigo. Esto implica que cuando
nosotros tratamos de imaginar políticas otras, lo que estamos haciendo es sumar
a lo político lo moral o lo ético. Y si es así, ¿cómo nos diferenciamos de la
retórica liberal que desplaza lo político con lo económico? ¿Nuestra
‘corrupción’ de lo político no es igual? Y para interrogar a la pregunta, ¿queremos
diferenciarnos del discurso liberal que confunde lo económico con lo político? ¿Hay
algo en esa lógica que nos mueve a no querer adoptarla? ¿No es que estamos de
acuerdo con la idea del consenso con algunos ajustes? Lo que nos parece problemático
es que parece como si Schmitt nos dijera que o somos totalitarios o somos
liberales/liberalistas. ¿Cómo salimos de este lugar entre la espada y la pared?
Para el momento, pensamos en dos posibilidades. 1) Intervenimos (culturalmente,
intelectualmente) en la maquinaria del Estado que es la entidad política que
define el modo de vida. ¿Si cambiamos cómo definimos el modo de vida, no sería
posible cambiar cómo identificamos a las amenazas existenciales? El problema es
cómo llegar a tener este poder y hacerlo sin ser totalitarios—sobre este punto
nos parece pertinente reflexionar sobre el pensamiento de Álvaro García Linera.
Él habla acerca de la necesidad de que estado y sociedad se interpenetren,
pero, como es comunista, piensa que una vez “montado” sobre el estado, se debe
desmontarlo entregándole la administración (administration) a los movimientos
sociales o sociedad civil. Queda pendiente preguntarse, cuál sería la unidad
política? Es necesaria una unidad política? –2) La segunda posibilidad que
encontramos al pensar Schmitt, tiene que ver con el enemigo. Si para Schmitt el
enemigo tiene que ser público, estatal y extremo – de alta intensidad. ¿Habrá
una forma de definir el enemigo como una ente antagónica de baja intensidad que
no requiere la destrucción? ¿Cómo discutimos con propuestas como las de
Schmitt?
Estas preguntas y estas inquietudes llevamos con
muchas ganas de aprender cómo imaginar políticas otras al texto de Chantal
Mouffe para la siguiente semana.